Después
de entrar en un análisis profundo sobre la actuación de la Alemania nazi
durante la Segunda Guerra Mundial como base para erigir lo que es mi segunda
novela (ahondando en la persecución y genocidio de judíos y otros grupos
minoritarios de Europa y norte de África), reviví el sufrimiento de unas 11 ó
12 millones de personas sobre el marco de un hecho histórico terrible, de
brutal envergadura. Seguidamente me topé con la Inquisición y lo que averigüé
me sobrecogió. Nuevamente me movilicé en un viaje hacia lo más oscuro de
nuestro pasado, visité el museo de Santillana del Mar, escalofriante lugar que
alberga objetos y maquinaria de tortura del “Santo Oficio”, y me zambullí en la
elaboración de otra novela. El Tribunal de la Inquisición, creado por el papa
Gregorio IX para perseguir a los que ellos mismos denominaban “enemigos de la
fe”, juzgó, torturó y asesinó a un número de personas imposible de precisar. Durante
estos breves, pero intensos, recorridos por la historia estoy convencida de que
todo, absolutamente todo cuanto podamos imaginar es superado por la realidad.
Pues la realidad de nuestro pasado está asentada sobre cimientos tan innobles
como lo son el fanatismo, el integrismo, la discriminación, la xenofobia, el
racismo y todo lo que estos términos encierran y conllevan. Reiterando lo
dicho, después de conocer los detalles más significativos de nuestro pasado,
reciente o lejano, ningún triunfo me hace sentirme orgullosa ni me considero
integrante de ningún bando, religión o ideología concreta.
Recuerdo
con estupor los conceptos erróneos que nos transmitían en nuestra infancia a
través de películas de cine o tebeos. Veíamos películas haciendo distinciones
entre malos y buenos, aunque todos fueran iguales y buscaran lo mismo, y
respirábamos tranquilos cuando eran los “nuestros” los que ganaban. A los niños
se les regalaba armas de juguete con las que luchaban, haciéndose daño por
cierto, y bolsitas de patéticos soldaditos verdes de plástico con los que
recrear las guerras y motines más sangrientos. Inconscientemente, quiero creer,
la sociedad enseñaba la historia tal como era, como la conocían, sin reparar en
que lo más acertado era terminar con antiguas y erróneas creencias
transmitiendo verdaderos valores, desmitificando conceptos y derribando
estereotipos.
En
la actualidad existen personajes que pasarán a la Historia pero, a diferencia
de los referidos hasta ahora, entrando por la puerta grande. El pasado 18 de
julio se celebró el día de Nelson Mandela, personaje icono de la lucha contra
el apartheid en Sudáfrica. Esta conmemoración, para quienes conocemos los
detalles, nos evoca muchas cosas, pero sobre todo una: el triunfo de la razón y
la libertad sobre la soberbia y el despotismo colonizador. Porque no debemos
olvidar que detrás de cada breve reseña histórica se encierra mucho más de lo
que se cuenta. La figura de Mandela representa la lucha silenciosa, la
resistencia pacífica, la esperanza de un pueblo discriminado que pasó de una
dictadura segregacionista blanca hasta la democracia multirracial. Y a mí, al
observar su imagen con detenimiento, me impresiona su sonrisa: tan sincera como
impecable, para nada atenuada por el paso de los años. No encuentro ni un
atisbo de rencor en sus ojos risueños; y su porte, allá por donde se encuentre,
resulta intachable. Ha dejado bien claro que en su ya legendaria figura no hay
nada fingido. Y todo aquel que haya visto “Invictus” habrá quedado conmovido al
ver en escena la gran lección que un ser humano que pasó 27 años en la cárcel
ha dado al mundo mientras se repetía a sí mismo que, pese a todo, era un hombre
libre y el dueño de su alma.
A
lo largo del tiempo el hombre ha sometido, maltratado y asesinado por
ideologías, creencias y ansias de dominación y poder. Y yo me pregunto,
observando con recelo la experiencia que atesoramos: ¿qué sería de la raza
humana sin el ejemplo y coraje de verdaderos héroes que, con dolor y lágrimas,
lucharon por la justicia, la libertad, los derechos humanos y la democracia?
Sólo cabe esperar que no haya sido en vano.